Silvana Pareja
El tren que incomoda porque avanza
Lo mejor que podemos hacer es no ponerle piedras en el camino

La ciudad está en movimiento, y cada obstáculo que se impone no hiere a un político: hiere a los ciudadanos que todos los días sobreviven en un sistema de transporte que los castiga. Por décadas, Lima ha sido una ciudad inmovilizada por la desidia. Una capital que se expande en números, pero no en justicia urbana. Donde millones de personas salen de casa antes del amanecer y regresan de noche, no porque vivan lejos, sino porque el sistema los empuja a vivir atrapados en un modelo que les roba tiempo, energía y oportunidades.
Durante años, el transporte público ha funcionado como una máquina del atraso. Un engranaje torpe que gira sin sentido, en el que donde se mezclan combis sobrecargadas, paraderos precarios y rutas improvisadas. La ciudad ha crecido, pero su infraestructura no ha acompañado ese crecimiento. Ha estirado sus límites sin conectar sus partes, como un cuerpo que crece desordenado.
Lo más grave es que, mientras tanto, el aparato estatal se ha limitado a observar, enredado en sus propias reglas, sin capacidad de reacción. En vez de ser una vía para acercar soluciones, ha sido un muro de trámites, papeles y demoras. Un Estado más pendiente de los sellos que del ciudadano.
Hoy, algo empieza a cambiar. La gestión municipal actual ha comenzado a revertir esa inercia con decisiones visibles, valientes y necesarias. La llegada de los trenes donados por el Estado de California no es solo un gesto diplomático ni una operación técnica. Es una declaración de intenciones. Una muestra concreta de que, cuando hay voluntad política y capacidad de gestión, el Perú puede dejar de esperar y empezar a construir.
Este proyecto no es solo transporte. Es un acto de justicia urbana. Cada vagón que se incorpora al sistema representa tiempo ganado para las familias, seguridad para los estudiantes, dignidad para los trabajadores. Representa, en el fondo, el derecho a vivir mejor.
Y, sin embargo, los ataques han sido inmediatos. Se cuestiona el financiamiento, se minimiza la utilidad, se sospecha del origen. Pero lo que muchos no dicen o no quieren ver, es que cada día que se demora este tipo de iniciativas es un día más de sufrimiento para cientos de miles de limeños. No apoyar este proyecto no es una postura neutral. Es, en la práctica, defender el desorden y perpetuar el abandono.
Porque lo que está en juego no es solo un tren. Es una madre que llega a casa a tiempo para ver a sus hijos. Es un joven que ya no tiene que caminar una hora para cruzar la ciudad. Es un trabajador que puede recuperar dos horas de su día para descansar, estudiar o simplemente vivir.
Criticar por deporte o bloquear por rivalidad política no es ejercer control democrático. Es sabotear el bienestar colectivo con fines personales. Esta columna no pretende endiosar a ninguna gestión. Pero sí invita a reconocer que hay autoridades que no se conforman con el discurso y deciden actuar. Que en lugar de usar el calendario como excusa, usan el tiempo como herramienta.
Lima no está condenada al caos. Pero necesita que la dejemos avanzar. No por un nombre. No por una campaña. Sino porque ya esperó demasiado. Y porque cuando una ciudad empieza a moverse con rumbo, lo más justo que podemos hacer es no ponerle piedras en el camino.
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