Hugo Neira

Después de Mariátegui: la progresiva emergencia de la nación mestiza

El indianismo no es una respetable utopía sino una moda

Después de Mariátegui: la progresiva emergencia de la nación mestiza
Hugo Neira
15 de abril del 2024


El presente texto forma parte de una investigación inédita que realicé a pedido de The United Nations University, en el marco de su programa Project on Socio-cultural Development Alternatives in a Changing World (SCA) coordinado por el filósofo Anouar Abdel-Malek, cuando trabajaba en Francia, en los años ochenta. Se titula
La problemática del indigenismo y del socialismo: el pensamiento de Mariátegui. En este mismo portal digital, en un artículo sobre “Indigenismo o indianismo, no es lo mismo” del 5 septiembre del 2022, me había detenido en una aclaración que los tiempos confusos que estábamos viviendo volvían necesaria. Ahora, quisiera que el amable lector conozca parte del Capítulo IV y lo esencial de la conclusión de dicho trabajo, en esta columna y la próxima, unas ideas que iba a desarrollar en libros posteriores mucho más tarde. 

IV-3- Más allá del nativismo y la indianidad: la nación (1983) 

La definición de esa cultura indígena por lo étnico es desaconsejable. Para Mesoamérica, Henri Favre sostiene algo que ya resulta también válido para el Perú de las movilizaciones y desplazamientos en masas de poblaciones: “La estratificación de clases de la sociedad mexicana y la mecanización reducen la importancia de la noción racial”. Explicando las comunidades campesinas de hoy, decía A. Fioravanti-Molinié en el número que Annales (1978) dedica a las sociedades andinas “pocos tipos de campesinos viven hoy día la cultura de su etnia propia". Desde el siglo XVI habrían comenzado a traspasar su identificación, demuestra T. Saignes, para el valle de Larecaja, de la “filiación” a la residencia. 

No obstante, el nativismo de corte étnico y racial ha vuelto en nuestros días, y con fuerza. “Indianité”, “resurgencias indias”, “derecho a la autodeterminación”, son los nuevos eslóganes en boga. Iniciado como defensa de las luchas indias en USA, que corresponde a una configuración precisa en la que no hubo ni mestizaje ni naciones nuevas sino el trasplante europeo directo a los espacios norteamericanos y la exterminación, sin mezclas ni “conquista espiritual”, de los nativos. Esta corriente en la que es realmente difícil ubicar a sus agentes (entre los auspicios están las transnacionales) extiende el caso a las tribus amazónicas, el etnocidio de éstas y luego, a más vastas poblaciones y situaciones de mayor complejidad como las de Bolivia, Perú, Ecuador, y en Mesoamérica, Guatemala, México. Pero siempre con el mismo nivel de generalidad. La reivindicación indianista no se aleja de la que reclamaba en 1928 la Internacional Comunista en Buenos Aires, y que Mariátegui combatió como un arcaísmo peligroso e históricamente, irrealista. 

La argumentación es sencilla. Se analizan las grandes líneas de la política “indigenista” en los países concernidos. Lo cual en gran parte se nutre de la autocrítica de un conjunto de antropólogos mexicanos o brasileños que no por ello sostienen que hay que romper sus Estados y naciones en formación en diversos estados étnicos, liliputienses y rivales. De los límites de esa asimilación indigenista, apoyados en la “nueva antropología”, se articulan a diversos “grupos indios” que ellos mismos convocan: Primer Parlamento Indio de la América del Sur, reunidos en Barbados, 1971 y 1977; el primer Parlamento Indio en San Bernardino, en Paraguay, 1974, supongo con la complacencia del indianista general Strossner; un Consejo Mundial de Pueblos Indígenas, en Port Alberni, Canadá, en 1975. Siguen otras. Es difícil determinar con qué medios y bajo qué instancias los leaders indios convocados —cuando los verdaderos campesinos no logran coordinaciones locales o regionales por su estrechez económica— vienen reuniéndose desde hace un buen decenio, por tan dilatada e imperial geografía en congresos y juntas bien publicitadas. 

Los argumentos no pueden leerse sin un inevitable estremecimiento. Considerados como mayoritarios en Ecuador, Bolivia y Perú (lo cual es falso, los no indígenas son la inmensa mayoría numérica) “deben tomar el poder político” (Marie-Chantal Barre, 1981). A lo cual seguiría el “etnodesarrollo”. Este insistiría, además de la reivindicación de la tierra, la costumbre, la cultura, etc, y la propiedad de “regiones autodeterminadas”, en la identidad étnica, sin la cual “les organisations indiennes n’existeraient pas”. Los tenientes del movimiento de “resistencia” (pero en los países donde ya se ha hecho la reforma agraria, ¿contra quién es la resistencia?) señalan que “las izquierdas no les apoyan”. “Que les encuentran racistas además de conservadores y pasatistas”. 

No veo cómo, sin embargo, la calificación de racismo puede evitarse para el movimiento indianista en la forma que ha tomado bajo leaders que ningún consenso local confirma, e intelectuales europeos y norteamericanos en mal de utopía. Las fuentes científicas del movimiento se hallan, en efecto, en la “nueva antropología” norteamericana, y su noción de “etnicidad” (W. Connor, 1974; H. Isaacs, 1975).

No veo cómo tampoco se podría operar en los Andes con el criterio de “a basic group identity” que hemos visto. Los Andes es el lugar de residencia, no la filiación. La hipótesis etnicista no deja de ser una hipótesis. Habría que probar que los campesinos —para que respondan a algo real y no a una especulación internacional— guardan en sus relaciones de parentesco fidelidad a los linajes, y con filiaciones precisas. Esto requiere de más investigaciones. Las pocas señaladas —Saignes, Fioravanti— indican que la identidad campesina no se expresa ya en lo étnico sino en lo lingüístico, en las prácticas sociales, en lo cultural e histórico. Lo cual es sometido a “mélanges” y distorsiones. Ahora bien, de dos una. O el etnólogo trata de inmovilizar al grupo indígena en una pretendida pureza. O acepta, como campo de estudios y solidaridad humana, precisamente esas distorsiones étnicas y otras introducidas por la historia y la regla de transformaciones de las sociedades humanas, miradas esta vez con simpatía, y no como alienación e impureza. Es el camino ejemplar de Casa-grande y senzala de Gilberto Freyre para el Brasil. De los trabajos de Di Martino y Lanternari. Y de Balandier para el Congo. 

Admitamos, sin embargo, el punto de vista del neoindianista de la etnicidad, tan cerca de la nueva antropología como de la nueva derecha y la nueva biología. Supongamos que una sublevación —de nuevo el mito— de las etnias derroca a los gobiernos (¿espurios?) de La Paz y Quito. Digamos que es posible —aunque no veo cómo en el terreno— que las etnias colla, wanka, quechua o aymara puedan limitarse y mantener sus fronteras. Y que estas tengan conciencia de formar una raza aparte, estando distribuidas como están, en diversos puntos y en convivencia con diversas gentes. En fin, ya tenemos, las naciones “indias” instaladas.

La pregunta es: ¿qué tipo de Estado y de sociedad podría sobre tal criterio montarse? No olvidemos, “sin la identidad étnica, las naciones indígenas no existirían”. Entonces, la primera tarea del nuevo Estado etnicista sería, lógicamente, preservarlas. Supongo que el matrimonio obligatorio al interior de la etnia sería la primera tarea. No habría otra manera de establecer las fronteras y preservar, como dicen los nuevos antropólogos, los “fenotipos”. Veo difícilmente a los campesinos obligados a elegir solo entre el grupo colla o aymara. Pero, admitiendo que esto último fuese posible, y que para gran contentamiento de la antropología se estableciera un sistema de castas en los Andes sudamericanos cuando el de la India comienza a ser batido en brecha por la modernización de ese país, ¿qué haríamos con los mezclados? Sí, ¿qué hacer con los “pêle-mêle”? Puesto que la inmensa mayoría de la población pertenece más a esta categoría que a las etnias (¿?) Y no se trata solo de “criollos” más o menos blancos que, probablemente, tendrían que repatriarse, ¿nuevos pieds noirs? Sino, y es el caso del Perú, los peruanos, descendientes de cruzamientos de negros, japoneses, chinos, con los que tienen algo de sangre italiana o libanesa, de judíos que, supongo, tendrán que llevar algúna señal distintiva. ¡Y los mestizos!

No veo cómo la “autodeterminación de los pueblos indios”, en países donde dicen los tenientes del indianismo que son mayoría, no traería estos problemas. Que se asuman las consecuencias de esa tesis. Se está proponiendo, so capa de defensa de la diferencia y de los derechos de los pueblos olvidados, nada más ni nada menos que un Estado racista.

Es difícil pensar que la etnología francesa, fundada por hombres del Frente Popular como Paul Rivet, se acomoda a estos menesteres. En los hechos, el indianismo no es una respetable utopía sino una moda, y una ligereza imperdonable en científicos sociales. Hacia los años veinte se podía sostener estos puntos de vista. Tal vez entonces los Andes eran reservorios de intocadas etnias. No cincuenta años después.

En realidad, los problemas reales de los campesinos, al menos en un área andina próxima al Cuzco que conozco bien, son diametralmente otros. Sus problemas podrían escandalizar a los partidarios de la cultura de la resistencia, pues son los de los nuevos patrones de acumulación en el campo, luego de la reforma de la propiedad de la tierra dentro de las cooperativas, con pocas tierras en las comunidades ya sin ninguna, del nuevo proletariado rural que trabaja para otros campesinos, vive como puede y se casa o convive sin demasiada observación de las reglas étnicas. Para unos y otros, los problemas reales son los de las relaciones desiguales entre agro / ciudad, el precio de los pesticidas, el agro-business que penetra para descampenizar el campo, la mecanización agrícola y el estrangulamiento en general de las economías rurales (después de una reforma agraria, no lo olvidemos) por los mecanismos de precios. Sin duda, nada de esto se condice con “le spiritualisme des indiens américains” de los folletos de los indigenistas de París (L'Amérique indienne, por ejemplo). Que suponen que los campesinos quechuas son ardientes opositores del “materialismo occidental” en nombre del “espíritu de armonía”.

Todo esto no es sino una moda más antioccidental que pone en boca de seudo-representantes el discurso que los propios europeos desean escuchar. Occidente está habituado a este tipo de juegos y mecanismos de auto-purificación. Tras de esto se halla la alianza de intelectuales mestizos, para usar sus términos, latinoamericanos que han resuelto el problema de su modernidad. Cuando hoy son posibles diversas modernidades, la de China, la de Japón, la de Egipto, la de la India, compatibles con la autodeterminación cultural y el desarrollo auto-centrado. Hay aquí una manifestación más de la crisis de la conciencia europea. La pérdida de confianza en los ideales de racionalidad, de progreso, de universalidad con los que transitan históricamente desde el Iluminismo. Ahora, ante una América Latina que no ha hecho una revolución original, de retorno de los sueños incandescentes de Mayo de 1968 y la apuesta en la virtud taumatúrgica del foco guerrillero y el Che Guevara, sospechan de esos Estados-nación porque sospechan de sus propias naciones. La confusión es, entonces, enorme. Pero si el Estado-nación quizá ha hecho sus días en Europa (aunque el tema de la independencia nacional en De Gaulle obligaría a algún recato, y la vecindad a la URSS), no ocurre así en la América Latina y en el resto del mundo emergente. El problema fundamental en los Andes no es la nación india. Es la nación, tout court (a secas). [continúa]

Hugo Neira
15 de abril del 2024

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