Hugo Neira

¿Censo o psicoanálisis colectivo?

¿Censo o psicoanálisis colectivo?
Hugo Neira
23 de octubre del 2017

Ante la polémica pregunta de la página cinco

 

Se entiende la necesidad del censo de población. Ningún gobierno puede administrar una nación sin saber cuántos habitantes tiene, sin contar con datos sobre vivienda, servicios, familias y relaciones de parentesco, y si el ciudadano tiene tal o cual nivel de estudios y la lengua que habla. Y sobre el empleo, si es obrero o empleado. Habrá una estadística útil para «políticas públicas». Hasta aquí, vamos bien. Pero la cosa tuvo color de hormiga cuando llegamos a lo de «costumbres y antepasados». El otro día, Vitocho en la televisión recordaba que en censos anteriores, el que corría con la responsabilidad de establecer el maldito fenotipo, era el encuestador y no el encuestado. Hoy ha sido al revés.

A usted, amable lector, ¿le preguntaron qué eres? Este domingo ha sido un momento de autoanálisis severo. No olvidemos que somos una de las poblaciones más mezcladas de la tierra. Lo del mestizaje no es reciente. Alexander von Humboldt, a inicios del XVIII en México y el Perú, hizo minuciosos análisis sobre lo que entonces se llamaba las “castas”. Y lo que encontró fue asombroso. En 1800, el número de blancos puros e indígenas puros era inferior al de las “castas” (Ensayo político sobre el Reino de la Nueva España, México, Ed. Porrúa, 1966). ¡Hace dos siglos!

Por su lado, la administración virreinal tuvo una clasificación singular. Al comienzo contaban solamente el número de blancos, indios, negros. Luego tuvieron que inventar, debido a los cruces, lo de tercerón, albino, cuarterón de chino, chamizo, morisco. Muchos se han perdido. Gracias a Dios. Pero todavía quedan mulato y zambo. Por lo visto, la vida colonial no fue en nada aburrida. La máquina del deseo o de la dominación, los cruces sexuales y de sangre se dispararon. Las castas, en el tiempo colonial, llegaron a 53 subcastas. Casta quería decir “donde naces, ahí te quedas”. Pero hoy existe la movilidad social, por el mercado o por la educación. ¿Y te preguntan hoy qué ancestros tienes? ¿Y si resultan múltiples?

Confieso que tuve ese dilema en el censo. Pude decir que soy blanco. Pero eso no es del todo cierto. Mis dos apellidos son españoles, Neira (encima gallego) y de madre Samanez. Pero el apellido completo de mi padre era Neira Damiani. Esto último, ostentosamente italiano. El bisabuelo vino de Milán, se instaló en Arequipa, según se cuenta, traía dinero, y casóse (como escribiría Riva-Agüero) con una señora peruana de apellido Álvarez. Sobre los orígenes “ancestrales” como dice el censo, con cierto sesgo etnocacerista, me puse mosca hace años y fui a rescatar un álbum de fotos que un familiar me guardaba. Y aleluya, la bisabuela Álvarez era una hermosa cacica de Yanahuara dueña de tierras; y fueron felices y comieron perdices. Los Damiani, mis tíos abuelos, salieron unos blancazos fuertotes. En realidad, mestizos. Esta fue una preocupación cuando Ollanta en el 2006, y hasta en el 2011, parecía radical. Por eso con bisabuela india de Yanahuara podía sacar mi «permiso de circulación étnico», si es que esa discriminación se hacía legal. Todavía guardo la foto de la bisabuela, por si acaso Antauro.

Me han preguntado el domingo qué soy. La historia de mis ancestros no ha concluido. Por el lado de mi madre, Rosalía Samanez Richter, tengo un bisabuelo judío, que se instaló en Abancay. Y ante la página cinco, ¿qué hago con bisabuelo español, bisabuela india, bisabuelo italiano y bisabuela judía y peruano nacido en Abancay? Así pueden ser los cosas en nuestro país. Finalmente he dicho que soy mestizo.

El lector se dirá los “originarios” están a salvo. ¡Ni se lo crea! Marisol de la Cadena estudió el resultado de una encuesta hecha en una comunidad indígena, en el Cusco. De esas que le gustaban a la señora Karp, bien “originarias”. Y ante el asombro de todos, no se declararon ni indios ni del todo peruanos. La doctora de la Cadena fue a verlos. Y uno de ellos, le dice: “Usted llama indio a alguien que solo es campesino y solo habla quechua, entonces eso no soy yo. Yo viajo por temporadas (para comerciar) y hablo el español. ¡La que solo habla quechua y se ocupa del campo es mi mujer!”. ¿Entonces? pregunta la antropóloga. Y el hombre le responde: “En proceso”. Francamente brillante, un campesino anónimo nos dice con franqueza cómo la identidad está en plena autoconstrucción. El artículo de la doctora de la Cadena se titula «Ya no hay indios, sino indias». Interesante, ¿no?

El censo, en esa página 5, se deslizó de lo cuantitativo al campo incierto de las opiniones, a lo subjetivo. ¿En un mundo en que las mujeres rurales, en el interior andino, se cambian las polleras por panti de moda para ir a las ciudades? Nos han puesto un enrejado de categorías demasiado escueto, pese a que Iván Degregori nos ha considerado “el país más diverso”. Y por desgracia, uno “de hondos y mortales desencuentros”. En ese punto —qué eres— nos colocaron a todos en el diván de Freud. ¡La otredad! ¡La encuesta del self! ¿No habría habido una sugerencia de mi amigo Max Hernández? En fin, esa preguntita fue una invitación descarada a la hipocresía. Pero no he caído en eso.

 

Hugo Neira

Hugo Neira
23 de octubre del 2017

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