Cuando la democracia se debilita desde las aulas

A medida que se acercan las elecciones del 2026 el país entra nuevamente en la dinámica de promesas, eslóganes y diagnósticos urgentes. La inseguridad, la corrupción, la informalidad o la ilegalidad dominarán, una vez más, la conversación pública. Y aunque es comprensible que estas urgencias ocupen la atención, también es peligroso que dejen fuera del debate asuntos igual de importantes, pero menos visibles: ¿qué clase de nación queremos ser dentro de veinte años? ¿Qué tipo de ciudadanos estamos formando hoy para sostener una democracia mañana?

En 1945, poco después de la Segunda Guerra Mundial, la Universidad de Harvard publicó un informe visionario titulado General Education in a Free Society, conocido como el Harvard Redbook, simplemente porque su encuadernación era de color rojo. El texto lanza una advertencia contundente: “La libertad no puede ser sostenida por una población ignorante”. Y agrega: “Una educación liberal es esencial, no porque todos deban ser filósofos, sino porque todos deben ser ciudadanos”.

¿Qué significa “educación liberal” en este contexto? No tiene relación con ideologías políticas actuales. Se refiere, más bien, a una tradición educativa que busca formar a la persona de manera completa, más allá de habilidades técnicas o profesionales. Una formación para vivir en libertad, que se nutre de las humanidades, la filosofía, la historia, las artes y las ciencias sociales: disciplinas que enseñan a pensar con criterio, a juzgar con ética y a comprender el mundo en toda su complejidad.

El concepto está relacionado con el pensador inglés John Henry Newman —conocido por sus reflexiones en torno al papel de la universidad en la vida social— quien defendía, en su obra The Idea of a University (1852), que “el verdadero fin de la educación es hacer del estudiante un caballero”. En el lenguaje de su época, esto significaba formar personas con conocimiento, virtud y sentido de responsabilidad social.

Traemos hoy a colación el Harvard Redbook porque su mensaje es simple, pero poderoso, y nos interpela directamente: una sociedad libre y democrática solo puede sostenerse si sus ciudadanos están formados integralmente. No basta con producir técnicos y especialistas sino que los necesitamos también capaces de pensar, deliberar y decidir en libertad.

Puede que este horizonte parezca lejano, idealista o fuera de nuestro alcance. Pero ignorarlo equivale a resignarnos a seguir atrapados en un sistema político desgastado desde dentro, corroído por la corrupción, la improvisación y la falta de visión. Todos repetimos que la gran solución del país pasa por la educación, pero seguimos postergando lo necesario frente a lo urgente. Tenemos escuelas sin techo ni mobiliario, y un sistema que cada vez favorece más lo técnico y utilitario, dejando de lado lo fundamental: una educación que forme personas íntegras, con pensamiento crítico, conciencia histórica y vocación cívica.

Peor aún, asistimos al avance de formas de adoctrinamiento ideológico en el ámbito educativo que ocupan el lugar que deberían tener la reflexión, el juicio propio y el amor por la verdad.

Por eso es tan preocupante que la educación rara vez tenga el lugar que merece en las campañas electorales. No mueve encuestas ni da frutos inmediatos, y por eso se deja de lado. Pero precisamente por eso es lo más importante: porque pone los cimientos silenciosos sobre los que se construye el futuro. Necesitamos una visión educativa integral, que entienda que el fortalecimiento de la República y sus valores democráticos comienza en el aula, con la formación del corazón y la mente de los niños que algún día decidirán el destino de la nación.