Renatto Bautista
Juan Pablo II y la defensa del Espíritu Santo
Reflexiones sobre “Dominum et Vivificantem”

Volviendo nuevamente a su Santidad Juan Pablo II, el último gran Papa de la Iglesia Católica por su inmensa lucha contra los dos demonios creados por el hombre en el siglo XX —dos ideologías primas hermanas: el nazismo y el comunismo—. El Papa Juan Pablo II escribió la encíclica Dominum et Vivificantem el 18 de mayo de 1986, dedicada al Espíritu Santo desde un enfoque católico.
Me permito una breve reflexión: todo cristiano, sea católico, ortodoxo o de cualquier denominación, debe ser trinitario en el sentido de aceptar el dogma de la Santísima Trinidad; es decir, creer en la existencia de un solo Dios que se manifiesta de tres formas distintas: Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo. Por ello entiendo la necesidad que tuvo Juan Pablo II de escribir una encíclica sobre la importancia del Espíritu Santo, porque Él es Dios. Claro está que este misterio resulta imposible de comprender plenamente con el raciocinio limitado de los mortales, pero la Biblia, como libro teológico, lo explica con claridad.
En la página 16, Juan Pablo II escribió lo siguiente: “El Espíritu Santo, consustancial al Padre y al Hijo en la divinidad, es amor y don (increado) del que deriva como de una fuente (fons vivus) toda dádiva a las criaturas (don creado).”
En este fragmento, Juan Pablo II reafirma lo que creemos los católicos: la Santísima Trinidad es un solo Dios manifestado de tres formas distintas, no tres dioses diferentes como se acusaba falsamente a la Iglesia en los primeros siglos de la fe. Además, el amor de Dios es tan grande que nos creó a nosotros, su más hermosa y sublime obra en el universo.
En la página 25, Juan Pablo II escribió lo siguiente: “Juan Bautista anuncia al Mesías – Cristo no solo como el que viene por el Espíritu Santo, sino también como el que lleva el Espíritu Santo, como Jesús revelará mejor en el Cenáculo.”
Como nos recuerda San Juan Pablo II, Cristo y el Espíritu Santo son lo mismo en esencia: Dios. Además, Juan Bautista, primo de Cristo, anunció esa relación, lo que demuestra que el concepto de Trinidad nace en el Nuevo Testamento. Por ello reitero: no puede haber un cristiano coherente que niegue que la Trinidad es un dogma fundamental. Los arrianos y nestorianos no fueron verdaderos cristianos porque no tuvieron la grandeza de comprender este misterio. Creo, incluso, que en su rebeldía contribuyeron indirectamente al surgimiento del islam, aunque ese tema lo abordaré en otro artículo.
Un lector ateo podría objetar que no puede existir un solo Dios manifestado de tres formas distintas. Yo respondería que sí, porque Dios trasciende espacio y tiempo, y nuestro intelecto limitado jamás podrá abarcar su grandeza.
En la página 53, Juan Pablo II escribió lo siguiente: “El hombre no puede decidir por sí mismo qué es lo bueno y lo malo, no puede conocer el bien y el mal como dioses.”
Desde la década de 1960, la ideología que promueve el ateísmo y la violencia (claramente me refiero al comunismo) pretende imponernos la falsa idea de que todo es relativo y justificable. Pero esto es un grave error: el bien y el mal son absolutos. Ningún ser humano es dios para relativizar lo correcto y lo incorrecto. Por eso, el aborto, la eugenesia y la eutanasia siempre serán males, aunque gobernantes sin escrúpulos los legalicen. También recuerdo lo que escribió San Agustín en Confesiones: “Por más que la mayoría haga el mal, seguirá siendo mal; y por más que una minoría haga el bien, seguirá siendo bien.”
Duela a quien le duela, la Iglesia Católica cuenta con los más grandes filósofos que han defendido el misterio de Dios manifestado en tres formas: la Santísima Trinidad.
A modo de conclusión, considero que el pensamiento de San Juan Pablo II sigue plenamente vigente, pues fue el último gran Papa de la Iglesia Católica. Como él, no habrá otro: dio todo por Cristo y luchó incansablemente contra las ideologías perversas que pretendieron destruir la fe cristiana. Todo católico debe sentirse orgulloso del legado imperecedero de Juan Pablo II, el grande.
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