Miguel Rodriguez Sosa

La responsabilidad del elector

Una gran tarea pendiente es la forja de una ciudadanía consciente

La responsabilidad del elector
Miguel Rodriguez Sosa
08 de abril del 2024


Es corriente, cotidiano afirmaría más bien, que en los medios de comunicación los redactores y formadores de opinión se pronuncien desaprobando y condenando a la “clase política” entendida como el conjunto de los elegidos para el gobierno del Estado y para la representación parlamentaria. Por extensión la reprobación recae también sobre los partidos políticos y agrupaciones afines con presencia en la escena política nacional.

Los calificativos que se les endilgan son muy variados, pero todos coincidentes en señalar a los políticos como “oportunistas”, “corruptos”, “agentes de sus propios intereses” en desmedro de la ciudadanía que deberían representar, “populistas”, “clientelistas” y un largo etc. No faltan las expresiones propiamente agraviantes como “’casta’ política que no entiende de democracia, institucionalidad ni decencia”, “Una estirpe capaz de bucear en las profundas y turbias aguas de una cloaca con tal de salir a flote y seguir respirando hasta el 2026”, etc. 

Entre los políticos aforados con inmunidad cunden asimismo las adjetivaciones zahirientes, como las que se cruzan de lado a lado del hemiciclo parlamentario llamando los unos a los otros “coludidos con intereses criminales” y “mafias con etiqueta de partidos políticos”, o tildando al Ejecutivo de “dictadura político militar” al que también se le dice “gobierno genocida”. En el colmo del desenfoque de las expresiones lapidatorias hay quien afirma que “la derecha gobierna desde el 7 de diciembre (del 2022). Es evidente que tenemos a un sector que gobierna desde el Congreso al Ejecutivo".

Las manifestaciones de opinión afrentosas van de la mano con un hecho que parece legitimarlas: el profundo descrédito de la clase política, y más de la que compone a los elegidos para los poderes Ejecutivo y Legislativo. Lo señalan todas las encuestas de opinión política. En las más recientes, por ejemplo, de la empresa Ipsos, con levantamiento de opiniones el 21 y 22 de marzo pasado, a nivel nacional la desaprobación de la presidente Dina Boluarte alcanza al 88% y su aprobación sólo al 9%; mientras que la desaprobación del Congreso sube al 85% y su aprobación es también 9%.

La encuesta de Datum, publicada algunos días antes, presenta que la desaprobación de la presidente es del 85% y su aprobación 10%; e indagando por la persona del presidente del Congreso, la encuesta arroja una desaprobación del 70% y la aprobación de sólo el 11%.

Estos hechos conducen a pensar que las descalificaciones de la clase política en los medios de comunicación, en boca de representantes y de voceros políticos y hasta las que pululan en las redes sociales, son la manifestación políticamente correcta del acomodo de quienes se pronuncian en función de la mainstream (corriente principal) de la opinión ciudadana. Nadie en la escena política, sobre todo en el Parlamento, se arriesgaría a afirmar la inexactitud de la opinión que desaprueba largamente a sus integrantes. En el gobierno optan, más bien, por la actitud displicente de sugerir que no gobiernan en función de las encuestas.

Es muy curioso que los parlamentarios que hacen de la crítica flamígera a sus pares (y en casos, también al gobierno) una vocación cultivada de manera asidua, siempre señalen únicamente a “los de la otra ribera”. Esto es, a los de las trincheras políticas adversarias. Nunca, ni por asomo, se calificarían ellos mismos como lo hacen denostando de sus opositores. Lo coruscante y gracioso de eso es que si los de un bando denigran a los del otro y las posiciones son recíprocas, resultaría que las descalificaciones intercambiadas son falsas o bien que somos testigos una vez más del vigor histórico del adagio “El ladrón cree que los demás son de su condición”.

Más significativo es todavía que los ciudadanos (es un sustantivo amable) que opinan en las encuestas políticas repudian por la más alta mayoría a sus gobernantes en el Ejecutivo y a sus representantes en el Legislativo como si unos y otros no hubieran sido elegidos por ellos mismos. Reaccionan con desprecio y hasta con iracundia contra quienes ellos mismos han erigido a sus posiciones en el poder político.

Es una situación que merece atención sociológica esta de sustraerse de la responsabilidad electoral por cuya voluntad se ha producido los resultados que repudian. Tal vez hasta corresponda observarla con un enfoque clínico, de eso que en psicología se llama “transferencia”: un acto inconsciente en el que lo que se transfiere –se entrega– de un sujeto a otro es una representación de la propia voluntad. Los ciudadanos responsabilizan a sus elegidos de las consecuencias de un acto propio.

No es trivial advertir que esa sustracción de la responsabilidad propia podría ser abordada con un cierto cinismo mencionando razones adventicias y hasta extrañas en el orden de “los electores son engañados”, “los electores no saben bien a quién eligen” o “los electores suelen optar por ‘el mal menor’” que a fin de cuentas resulta siendo el peor mal.

Antes que reformas políticas orientadas a “mejorar” la composición de la clase política actuando sobre los partidos, sobre su presentación de candidatos y, con menor efectividad, sobre los electores en procesos de muy dudosos resultados (las anodinas PASO), la gran tarea pendiente es la de forjar una ciudadanía consciente de sus responsabilidades electorales que no sea arreada a optar “entre la sífilis y la lepra” en cada comicio político. Encontrar quién tenga agencia para afrontar tamaño desafío abriría esa senda.

Miguel Rodriguez Sosa
08 de abril del 2024

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