Miguel Rodriguez Sosa

Otra vez la batalla cultural

Debería centrarse en los rasgos característicos de cada sociedad

Otra vez la batalla cultural
Miguel Rodriguez Sosa
23 de junio del 2025


«Para bailar tango se necesitan dos» es una frase hecha y popular, también una metáfora de la necesidad de dos partes para que se realicen ciertas acciones colaborativas o conflictivas. No hay debate consigo mismo ni la confrontación con la imagen propia en el espejo. Lo mismo se puede decir de la llamada batalla cultural.

La habría si existiera un campo en el que se presentan contendores exponiendo ideas, no creencias –estas son el sustituto recurrente en quienes carecen de aquellas– contrapuestas, las confrontan, las sustentan y las critican, uno al otro, para beneficio de la lectoría o de la audiencia en medios de comunicación o en foros. Eso no hay en el Perú de nuestros días, tan lejano del republicanismo de corte liberal enfrentado intelectualmente al de corte conservador en el primer cuarto de siglo de la República Peruana.

Lo que sí hay es una plebeyísima «mechadera» de nivel escolar entre posiciones ideológicas básicas o rústicas, que, como toda cuestión ideológica, enmascara la alienación de sus ponentes respecto de asuntos del mundo real (Marx leyendo a discípulos de Hegel).

Eso es la confrontación entre lo que se ha dado en llamar progresismo, que sus propios cultores reconocen y reclaman, y conservadurismo, negado o disimulado por buena parte de los oponentes, en un terreno de dislates tan confuso que incluye esa tierra de nadie que es el liberalismo, que lo hay también con acento socialistoide (liberalismo social, una de las caretas del progresismo) contrario al que se le pone sello conservador y es tildado de reaccionario. Pareciera que el debate ideológico (para llamar con generosidad lo que hay) no ha superado el umbral largo de finales del siglo XVIII hasta la segunda mitad del siglo XX, sin el brillo iluminista que alcanzó su cumbre con el jacobinismo y su torcido retoño bolchevique leninista; mientras que, en el otro lado, las ideas conservadoras se han opacado refugiadas en el academicismo y por haber sufrido una dura derrota infligida por el historicismo progresista que ganó las almas de una mayoría de la humanidad occidental en los términos propuestos por Antonio Gramsci y su estrategia de conquistar la hegemonía cultural.

Cada vez hay menos discurso propiamente de ideas difundidas al público grueso desde el campo llamado conservador, peor si sus postores no han aclarado su articulación con el pensamiento liberal, que ha sido capturado y distorsionado en una buena parte por el progresismo derecho-humanista y su plataforma historicista que hoy en día se expresa con hegemonía en la prédica de organismos del sistema internacional infectado por el íncubo globalista representado por esa formación alienada de la masificación que se denomina a sí misma «sociedad civil» y su corte de oenegés.

En estos días se publica bastante material de opinión acerca de la llamada batalla cultural presentada como el debate (realmente inexistente) entre derecha e izquierda, esos términos del topocentrismo arcaico que no supera la imagen creada tras la Revolución Francesa, queriendo que comulguemos con el falaz catecismo que traza una línea distintiva, y hasta moral, entre la una y la otra. La fuerza gravitatoria de esa diferenciación es tanta que resulta difícil evitarla, no digamos ya en la plática ordinaria y en el periodismo, también en el análisis, escamoteando el acceso a la adjetivación racional de los hechos reales.

Incluso se ha impuesto en el sentido común la convicción mítica –en el sentido esencial de la noción de mito: una verdad sin hechos– de que esa dicotomía ideológica está exenta de crítica, no requiere explicarse, omitiendo que cualquier ideología es expresiva de la violencia de la dominación que distorsiona la comunicación entre los individuos humanos (Jürgen Habermas) y que debiera ser considerada un «pensamiento débil» (Gianni Vatimo), una forma del pensamiento acrítico flexible y acomodable a las situaciones de cambio desconcertante que ocurren en nuestro tiempo.

En un sentido extremista, la mirada ideológica, refractaria a la falsación, ha edificado el discurso del «anti», prefijo útil para descalificar posiciones opositoras. Así se vende toda suerte de baratijas pseudointelectuales, desde el anticomunismo (que en sus manifestaciones más ígnaras incluye el antiprogresismo) hasta el antifascismo (que incorpora estólido al conservadurismo como fascismo reaccionario), queriendo olvidar que el propio término antifascismo fue invención de la Comintern estalinista, ese totalitario hermano enemigo del nazifascismo.

A partir de la presentación en los párrafos precedentes, respecto de la batalla cultural es cursi que en este tiempo nuestro se pretenda que deba discurrir en el espacio fantasioso del debate sobre los tópicos impuestos por la agenda del progresismo: ecologismo, relativismo cultural, ideología de género, democracia activista, multitud popular y otros temas.

Si hubiera, realmente, una batalla cultural que exprese tesis intelectuales: ideas, no ideologemas, entre postores del progresismo y postores del conservadurismo, debería plantearse sobre otros asuntos, empezando por erradicar el «anti» execratorio y zanjando posiciones respecto del liberalismo que la hueste progresista enarbola e instrumenta como razón propia y que ciertamente no lo es.

De manera que la tal batalla cultural debería atender a los rasgos observables e incluso mensurables de las culturas (en plural, necesariamente) existentes en una determinada sociedad. En la sociedad peruana actual tales rasgos no pueden ser interpretados en los términos dicotómicos de izquierda y derecha, tampoco como conjuntos clausos y contrapuestos de progresismo y conservadurismo que causarían espasmos a quien sea que intente expresarlo con un diagrama de Venn o con una matriz de atributos a la usanza sociológica.

Es que en el Perú temas como la ideología de género, el matrimonio de individuos del mismo sexo, la inclusión de la «diversidad sexual», los derechos humanos como atributo per se del individuo, la democracia con representación delegada, el activismo social, son exóticos para una amplia mayoría de cualquier nivel educativo; esa mayoría (constatable en encuestas de opinión) que vive en el mundo de instituciones culturales como la familia, la religión, la comunidad (no confundir con el comunitarismo impostado), el orden social y político desclasado, el emprendedurismo; y que se desenvuelve en el marco de la movilidad social discontinua. Todos esos temas exóticos son propuestos y quieren ser impuestos desde la agenda progresista, y si bien dominan el mundillo muy provinciano de «la academia» local y de los formadores de opinión, no penetran en lo que esos mismos progresistas denominan «imaginario social».

Es necesario centrar el debate de la batalla cultural, para que efectivamente lo haya, en el espacio, hasta ahora muy confuso, de los valores (más bien valores de uso: utilidades, que no ingredientes etéreos de una ética ciudadana que no termina de nacer) bregando con ejercicio de docencia en foros y medios de comunicación por vertebrarlos al contenido teleológico y a la sindéresis de ideas capitales del republicanismo clásico, valores que es imperativo conservar y promover orientándolos hacia el futuro, evitando la etiqueta reprobatoria que el progresismo les endilga, de ser retrógradas o reaccionarias. En el buen sentido, el conservadurismo, si lo hay, debe orientarse a la edificación de elites intelectuales recuperando la noción grecolatina del Aristoi. Sólo se opondrán los que no tienen o que niegan el legado transgeneracional de la tradición y la lealtad como fundantes de la ciudadanía.

En este sentido, es preciso distanciarse de postulaciones recurrentes y algunas muy recientes, de quienes creen que la batalla cultural en el Perú debe librarse en el terreno de «las demandas políticas y electorales de este mundo popular de sociología conservadora» (Iván Arenas. La verdadera ‘batalla cultural’ en el Perú. Perú21, 13 de junio 2025). Porque eso implicaría ubicar el debate en el espacio plebeyo y proto-ciudadano de ese llamado mundo popular que se asume es el propio de la mayoría de los peruanos, como si fuera un terreno virtuoso.

Lo que se quiere etiquetar como mundo popular sociológicamente conservador «de instituciones populares (de cooperación y competencia) también conservadora. La familia, la religión, la comunidad (no el comunitarismo), el sentido del orden y del ahorro como base de una economía de mercado, entre otras, son algunas de esas instituciones populares» (Arenas) es una realidad débilmente conceptualizada si rehúye considerar los límites notorios que actualmente presenta el desborde popular descrito por José Matos Mar hace 40 años como un pilar de la construcción del Perú moderno. Ya ha sido objeto de severa crítica señalando que «buena parte del Perú funciona desde la paralegalidad» (Danilo Martuccelli. El otro desborde. 2024), lo que es, a fin de cuentas, el resultado de ese celebrado desborde popular elevado a categoría de análisis con el rótulo de emprendedurismo donde campea la informalidad (elusión o evasión abierta de la legalidad) en la economía como en la política, sumando a un statu quo aberrante que es el de la actual escena nacional. Al respecto, no puede sorprender que ahora en el Congreso haya una confluencia de las llamadas izquierdas y derechas abogando por perpetuar la minería ilegal y por «blanquear» el tráfico del oro extraído por esa economía criminal. 

La auténtica batalla cultural debe ser librada con base en la crítica fecunda de los términos polares progresismo / conservadurismo, derecha / izquierda, para abordar con realismo la acuciante cuestión de cómo así «ese mundo popular, a pesar de sus instituciones populares conservadoras, se ve representado políticamente en un partido y en un líder con carisma, pero además cercano a sus necesidades y demandas» (Arenas), una representación de liderazgo identitario que por igual calza con Alberto Fujimori y con Pedro Castillo. Si además se plantea que «Ese mundo popular (…) tiene características ‘antisistema’», lo mismo valdría para un Antauro Humala que para una figura de la más dura derecha coercitiva.

La cuestión subyacente es, en mi opinión, que el peso de las prácticas culturales mayoritarias, si bien pareciera manifestarse con una tendencia antisistema, con los outsiders mencionados (Fujimori se llamó a sí mismo el intruso y Castillo se presentó como un excluido), la misma se erige sobre un sustrato marcadamente arcaico en cuanto a valores sociales (patriarcalismo, i.e.), rupturista en lo que concierne a valores políticos (refundacionismo), y anarco-liberal en lo referente al ámbito económico (emprendedurismo), con énfasis en evadir obligaciones ciudadanas que están pintadas en la Constitución y en la ley.

Así como la batalla cultural debe evitar la dicotomía izquierda / derecha, por ser generadora de opacidad, no puede situarse en los términos que plantea la agenda progresista, aun con la máscara de «centro democrático», desconocedora de los valores culturales predominantes en la sociedad peruana (por eso, precisamente, su prédica embrollada no se arraiga en la población, y de ahí su persistente fracaso electoral). Asimismo, es necesario que pueda surgir en el terreno de las ideas políticas una plataforma cualitativamente superior a la de esa parte del espectro partidario que sus adversarios llaman con desdén y acierto «la derecha bruta y achorada», que tampoco debería vestir el disfraz de derecha popular, que es tan irreal como un progresismo popular. 

Es capital que la batalla cultural sea librada como el debate de ideas por ganar el favor social en los términos de la república de ciudadanos y su soberanía individual en relación con el Estado, y con el replanteamiento del estatuto de la representación política. Su expresión auténtica debería ser compositiva en su oposición al progresismo ideológico y fundarse en la tradición republicana ajena al plebeyismo, con visión de futuro para el país de las generaciones que han de suceder a la nuestra.

Sobre las características que haya de mostrar el asentamiento realista de la batalla cultural, se continuará.

Miguel Rodriguez Sosa
23 de junio del 2025

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