Carlos Hakansson

El constitucionalismo, la democracia y el estado de derecho

Ante el debilitamiento sistemático de la administración de justicia

El constitucionalismo, la democracia y el estado de derecho
Carlos Hakansson
12 de agosto del 2025


El constitucionalismo se erige como un sistema destinado a limitar el ejercicio arbitrario del poder estatal. Históricamente, esta arquitectura se ha apoyado en dos pilares fundamentales: el parlamento, encargado del control político y presupuestal, y la judicatura, responsable de interpretar los principios constitucionales en casos concretos. Los dos poderes, en su interacción, buscan contener los excesos del Ejecutivo y preservar las libertades ciudadanas; sin embargo, el equilibrio institucional que sustentaba esta lógica ha sufrido una transformación desde la Segunda Guerra Mundial. La racionalización parlamentaria, tanto en Europa como en América Latina, ha debilitado al legislativo, fortaleciendo al Ejecutivo con facultades de legislación delegada y decretos con rango de ley, lo que ha alterado la correlación de fuerzas en detrimento del principio de separación de poderes. Se trata de un tipo de "gobierno posmoderno", caracterizado por la manipulación de la opinión pública, el desprecio por la representación nacional y el debilitamiento sistemático de la administración de justicia.

A nivel global, se percibe además una preocupante "orfandad política", marcada por la desaparición de los estadistas y su reemplazo por administradores tecnocráticos o figuras mediáticas sin vocación pública. La comparación con líderes de la Guerra Fría —Reagan, Thatcher, Mitterrand, Kohl, Gorbachov— revela una brecha generacional y cualitativa que ha dejado a las democracias sin referentes de altura. Los actuales dirigentes, opacados por magnates globales o desubicados en sus agendas internacionales, parecen más inclinados al cálculo electoral que al liderazgo estratégico. Es un fenómeno que representa una amenaza latente para el constitucionalismo, cuyos principios fundacionales —como los consagrados en el Bill of Rights estadounidense o la Declaración francesa de 1789— corren el riesgo de ser erosionados por prácticas populistas, autoritarias o simplemente negligentes.

En los países en desarrollo, esta crisis se manifiesta con mayor crudeza. Muchos líderes provienen del sector privado o carecen de compromiso con la democracia institucional, adoptando métodos polémicos o populistas que desdibujan los límites entre legalidad y arbitrariedad. En el Perú, se observa un inquietante avance de la "representación de la ilegalidad", con reformas legislativas que estimulan la deforestación, la minería informal que paraliza inversiones legítimas, y el narcotráfico operando bajo la protección de remanentes terroristas en zonas como el VRAEM (valle de los ríos Apurímac, Ene y Mantaro). La presencia de partidos de ideología radical, con representación parlamentaria y la fragmentación del voto en elecciones presidenciales, refuerzan la imagen de un Estado débil, costero y en crisis para realizar el imperio del Derecho.

El financiamiento público de los partidos políticos, concebido como mecanismo para "igualar la cancha", terminó por restringir los aportes privados legítimos y abrir la puerta a recursos externos vinculados a coaliciones ideológicas continentales. Una dinámica que ha generado una nueva forma de "intromisión extranjera en asuntos internos", que puede alimentar el descontento ciudadano y facilitar el ascenso de candidatos extremistas alineados con intereses foráneos.

La democracia, entendida como el gobierno de la mayoría que respeta a la minoría, ha evolucionado hacia un modelo representativo con elecciones periódicas. No obstante, los instrumentos de democracia directa —como plebiscitos y revocatorias— han sido instrumentalizados por gobiernos populistas para operar al margen del Congreso o facilitar la vacancia de autoridades locales. En este contexto, emerge el fenómeno del Lawfare, una forma contemporánea de golpe de Estado que se ejecuta desde el interior de las democracias invadiendo los ámbitos fiscales y judiciales. Se trata de un uso arbitrario de las instituciones jurídicas para desacreditar opositores, controlar la administración de justicia y, eventualmente, encarcelar adversarios políticos. Esta práctica, especialmente peligrosa en países con instituciones débiles, socava la legitimidad democrática y transforma el Derecho en herramienta de persecución.

En el ámbito de los derechos humanos, se reafirma su carácter universal, interdependiente, irrenunciable e indivisible. La Declaración de 1789 sigue siendo un referente inspirador, aunque se advierte sobre la tendencia a "especializar" los derechos en función de grupos específicos, lo que puede confundirlos con políticas públicas y diluir su vocación universal. La controversia sobre la vacunación obligatoria durante la pandemia —con posiciones contrastantes entre Emmanuel Macron y Joe Biden— ilustra la tensión entre salud pública y libertad individual. En todo caso, los derechos humanos no pueden ser limitados en su esencia por el legislador, aunque sí regulados bajo circunstancias excepcionales.

Finalmente, la independencia e inamovilidad de los jueces constituyen principios esenciales para la vigencia del Estado de derecho. Aunque el proceso de selección pueda tener componentes políticos, el ejercicio funcional debe mantenerse autónomo. Las reformas constitucionales que buscan nombrar, ratificar periódicamente o destituir jueces y fiscales representan una amenaza directa a la independencia judicial, convirtiendo la administración de justicia en un instrumento de control político. En conjunto, estos fenómenos configuran un escenario que algunos describen como "orwelliano", donde el pensamiento único, la corrección política, la manipulación mediática y el control del poder se imponen sobre las libertades fundamentales y la institucionalidad democrática.

Carlos Hakansson
12 de agosto del 2025

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