Berit Knudsen
Crimen disfrazado de protesta
¿Quiénes se benefician con el caos?
Las manifestaciones violentas no explican la crisis institucional, la utilizan. Se activan porque la calle es una vía para doblegar al Gobierno y desviar la atención de quienes se benefician con el caos. Esa violencia no expresa descontento ciudadano, funciona como instrumento político y económico. Desgasta al Estado, impone decisiones bajo presión y crea condiciones de impunidad en medio de la confusión.
El patrón se repite en Colombia, Ecuador y Perú. Algunas decisiones impopulares o la crisis económica son el detonante. Las organizaciones sociales movilizan bases legítimas, pero al avanzar las marchas núcleos violentos, pequeños pero entrenados, buscan la ruptura con vandalismo, incendios y enfrentamientos. Su presencia no es casual. Las economías ilegales –oro, droga, contrabando– cuentan con liquidez y redes logísticas que financian esos aparatos.
La evidencia, fragmentaria pero consistente, aparece en Perú, con transporte y abastecimiento identificado de grupos radicales vinculados a redes de minería ilegal en La Libertad. En Colombia la Fiscalía rastreó el financiamiento irregular durante el paro nacional de 2022; Ecuador documentó el apoyo logístico de cooperativas mineras y contrabandistas a sectores violentos de las protestas. No es coordinación directa, es “coincidencia funcional”: distintos actores se refuerzan cuando el caos los beneficia.
Mientras la atención se concentra en Lima, el Estado pierde presencia donde más se necesita. En Pataz o Madre de Dios el oro ilegal mueve entre 2,000 y 3,000 millones de dólares anuales, más que el narcotráfico. Allí el poder real lo ejercen mafias que controlan socavones, rutas y comunidades enteras. Cuando la policía es desplazada para contener protestas en la capital, las regiones quedan desprotegidas. El crimen gana tiempo, afianza territorios y se enraíza en la economía local. El desorden político se convierte en escudo operativo.
La infiltración no se limita a las calles, alcanza a las instituciones. En la parálisis del caos, el Congreso aprueba normas que reducen la colaboración eficaz, limitan la incautación de maquinaria o debilitan a la fiscalía. Tras las normas, intereses empresariales y políticos buscan impunidad. El Estado deja de imponer la ley, negociando con quienes la violan.
El fenómeno se agrava por la crisis de representación. Solo 3% de los peruanos aprueba al Congreso y 6% confía en el Ejecutivo. Con partidos sin identidad ni disciplina, la ciudadanía deja de ver a la política como canal de cambio. La protesta se vuelve el único lenguaje visible. En ese vacío los grupos radicales infiltran dinero ilegal y agendas externas.
En la capa superior opera la “Alianza Soberanista” –Venezuela, Cuba y Nicaragua–, sustentada por redes de oro ilegal, narcotráfico, contrabando, guerrillas y ayudas estatales opacas. Su supervivencia depende de dos pilares: legalidad simbólica y financiamiento ilícito. Rechazan las condiciones democráticas, organismos multilaterales, elecciones libres, transparencia judicial y lucha anticorrupción. Su discurso antiimperialista encubre su estructura económica: el crimen como fuente de Estado. El caos los favorece, producen propaganda, redes sociales, apoyo a partidos afines y operaciones encubiertas de desinformación o financiamiento.
El proceso tiene un patrón claro: la violencia debilita la autoridad, la corrupción captura instituciones y, finalmente, la democracia se convierte en vacío. Las marchas son la herramienta que desestabiliza para gobernar desde la crisis. Políticos oportunistas se suman al ruido– la izquierda radical, grupos “caviares”–, pero quienes financian el caos son las redes del crimen organizado, sustituyendo a la economía formal.
El problema del Perú no es quien gobierne, sino que la política no logra imponer el orden en el país. La crisis avanza: protestas cada vez más violentas, Estado ausente en zonas estratégicas, funciones públicas sustituidas por el crimen y narrativa antisistema que erosiona el consenso democrático. Mientras todo se decida en la calle, el régimen dejará de ser democrático y sus instituciones seguirán perdiendo autoridad real.
















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