Mariana de los Ríos
Monstruo: la historia de Ed Gein
Reseña de la polémica serie sobre la vida del “Carnicero de Plainfield”
La tercera entrega de la serie antológica Monstruo de Ryan Murphy (Indiana, 1965) llega con una promesa macabra: adentrarse en la mente del asesino real que inspiró a personajes cinematográficos como Norman Bates, Leatherface y Buffalo Bill. Monstruo: la historia de Ed Gein (Netflix, 2025) reconstruye la vida del “Carnicero de Plainfield” (quien vivió entre 1906 y 1984), con una gran ambición visual y narrativa: explorar el origen del cine de horror moderno.
La trama se divide entre dos líneas temporales: el pasado, en el que Ed Gein (Charlie Hunnam) comete sus crímenes en la aislada Wisconsin rural, y el “futuro”, en el que directores como Alfred Hitchcock (Tom Hollander), Tobe Hooper y Jonathan Demme, entre otros, tratan de convertir la historia de Gein en películas que impresionen fuertemente al público. Esta estructura alternada, dirigida por Max Winkler y escrita por Ian Brennan, intenta unir la realidad y la ficción, mostrando cómo un asesino de pueblo terminó por moldear décadas de cultura cinematográfica.
Hunnam interpreta a Gein como un hombre callado, infantil y confundido, prisionero del fanatismo religioso de su madre Augusta (Laurie Metcalf). Tras la muerte de su madre,, Ed se hunde en una espiral de necrofilia y violencia ritual, empujado —según la serie— por la influencia de una amiga obsesionada con crímenes nazis, Adeline Watkins (Suzanna Son), quien lo introduce al mito de Ilse Koch, la “Perra de Buchenwald”. El guion mezcla hechos comprobados con rumores y leyendas, mezclando lo documental con la ficción pura.
En lo visual, la serie es impecable. La fotografía de las granjas cubiertas de nieve y los interiores saturados de sombras y luces ámbar refuerzan el tono de podredumbre y aislamiento. Las escenas ambientadas en la Alemania nazi —fiestas en mansiones donde los invitados juegan con prisioneros— están filmadas con precisión casi pictórica. El diseño de producción, lleno de texturas orgánicas y objetos grotescos, convierte cada escena en un cuadro morboso. Técnicamente, Monster es un producto de altísimo nivel.
Pero todo ese virtuosismo se desploma cuando uno busca una intención detrás de las imágenes. Murphy y su equipo parecen más fascinados con el espectáculo de la violencia que con sus causas. Cada mutilación y cada cadáver son mostrados con una atención casi fetichista. No hay distancia, no hay reflexión. El resultado es una serie que confunde exposición con análisis y horror con entretenimiento, apelando al morbo del espectador sin ofrecerle nada más que repulsión.
Hunnam, actor de enorme carisma en otros proyectos, se pierde en un papel mal definido: ni bestia ni víctima. Su interpretación vacila entre la caricatura y el drama psicológico, y la dirección no lo ayuda. Los guionistas, que en otros Monstruos lograron construir retratos ambiguos pero coherentes (como en Dahmer), aquí se limitan a enumerar atrocidades y a sugerir que Gein fue un enfermo más que un criminal. Esa mirada complaciente borra toda responsabilidad moral y convierte la tragedia en circo.
La serie sugiere que el horror de Ed Gein no termina en Plainfield, sino que se propaga a través del cine y la televisión como un eco interminable. Desde Psicosis hasta El silencio de los inocentes, la figura del asesino que transforma el cuerpo humano en objeto ha pasado de ser una aberración a convertirse en un arquetipo cultural. Monstruo parece consciente de esa genealogía, pero en lugar de analizar cómo la industria convirtió la violencia en estética, la reproduce sin distancia. Lo que podría haber sido un comentario sobre la maquinaria del entretenimiento se transforma en parte de esa misma maquinaria.
Así, la serie intenta mostrar cómo la cultura popular se alimenta de sus propios monstruos. Cada generación toma los crímenes de la anterior y los reescribe con nuevos filtros: Hitchcock los volvió metáfora del deseo reprimido, Tobe Hooper los transformó en crítica del consumo, y Murphy los convierte en espectáculo de alto presupuesto. El problema no es que Monstruo recurra a ese reciclaje, sino que no parece advertirlo. La violencia se vuelve un lenguaje vacío, una decoración de lujo que ya no perturba ni cuestiona, solo entretiene. En su intento de hablar del impacto cultural del horror, la serie termina demostrando, con involuntaria claridad, cómo el horror mismo se ha vuelto cultura.
















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