Luis Enrique Cam
“¡Que Dios nos ayude!”
A 35 años del shock económico

Así cerró su mensaje al país el ministro de Economía, Juan Carlos Hurtado Miller, el 8 de agosto de 1990, exactamente hace 35 años. La frase no era una figura retórica: era un ruego. Había llegado el día del tan temido “shock económico”.
Yo acababa de cumplir 14 años. Había seguido con atención la campaña electoral que despertó, entre el caos, una chispa de esperanza con la propuesta del Fredemo. El Perú vivía una economía de guerra tras el manejo irresponsable de los gobiernos de los años 70 y 80. La palabra hiperinflación dejó de ser un concepto lejano para convertirse en parte de nuestro día a día: los precios cambiaban de la mañana a la tarde, los productos desaparecían de los estantes por los controles de precios y reaparecían en el mercado negro. Ir al supermercado era como visitar una zona en ruinas: los productos básicos racionados, los precios tapados por capas de stickers. Solo podías llevar un kilo de arroz o una lata de leche por persona, si es que encontrabas algo.
El Estado, quebrado e incapaz de generar riqueza, imprimía dinero sin respaldo con “la maquinita” para pagar sueldos y subsidios. En casa nos habían enseñado a no gastar más de lo que se tiene. Pero los gobernantes gastaban sin medida, habían agotado las reservas y dejado de pagar la deuda externa. Ahorrar era absurdo: los ahorros se evaporaban en días, incluso en horas.
Solo habían pasado diez días desde que Alberto Fujimori asumió la presidencia. En la campaña, y sobre todo en la segunda vuelta, había prometido no aplicar un shock económico —a diferencia de su rival Mario Vargas Llosa, a quien acusó de querer imponer un “shock brutal”. En el debate televisado, moderado por Guido Lombardi, lo repitió con énfasis: él no haría lo que finalmente hizo.
El rumor de un “paquetazo” peor que los del gobierno de Alan García se extendía. Y esa noche llegó la noticia: “La lata de leche, que esta tarde costaba 120,000 intis, costará mañana 330,000 intis”. “El pan francés sube de 9,000 a 25,000 intis”. “El kilo de azúcar, de 150,000 a 300,000 intis”.
Era pleno agosto, vacaciones escolares. La sensación era de verdadero shock. ¿Qué pasaría al día siguiente? ¿Protestas, saqueos, violencia adicional a la del terrorismo? Esa incertidumbre marcó a toda una generación.
Al día siguiente, jueves, tenía entrenamiento de tenis de mesa en el colegio. Mi madre logró darme algo de dinero, aunque no se sabía cuánto valía realmente. Caminé por la avenida Petit Thouars hacia el paradero de Javier Prado. Las calles estaban desiertas, como en un feriado patrio. Negocios cerrados, nadie sabía qué vender ni a qué precio. La poca gente se organizaba en paraderos para compartir taxis improvisados. “¿Tú a dónde vas?”, me preguntó una joven. “Al paradero de IPAE”, le dije. Otro hombre dijo: “Yo voy hasta Universitaria”. Subimos juntos a un auto que se detuvo. No recuerdo cuánto me costó, pero era más de la mitad de lo que llevaba. Pensé que alguien me “jalaría” de regreso.
Al llegar al colegio, solo había un compañero: Martín. Jugamos toda la mañana. A nuestra edad, no comprendíamos la magnitud de lo que vivían nuestros padres. Solo teníamos sed. Martín propuso comprar una gaseosa. “¿Una gaseosa? ¡Debe costar una fortuna!”, le dije. Pero como él vivía cerca, no había gastado en pasaje. Tocamos la puerta de la bodega cerrada. Salió la señora. “¿Cuánto?”, preguntamos. Dudó, y luego dijo: “Medio millón de intis”. “¡Señora, no sea abusiva!”, protestamos. “Si quieren…”, respondió encogiéndose de hombros. Martín pagó. Abrió la botella y comenzó a tomarla lentamente. Le pedí un poco. “¿Tas huevón?”, me dijo. “Me guardo lo que queda para más tarde”. Lo entendí. Medio millón de intis había sido, apenas la noche anterior, el precio de una cena para cuatro personas.
Caminé dos horas de regreso a casa. No había algunos buses. A veces pasaba un Enatru, la 13A, pero iba tan lleno que ni se detenía.
35 años después
Tal vez para quienes no vivieron esos días esto suene a una distopía exagerada. Pero así se vivió el post-shock. Los que pasamos por aquello valoramos lo que hoy se da por sentado: poder ahorrar sin miedo a que tu dinero pierda valor en una semana; tener acceso a productos básicos sin restricciones; que los precios no cambien con cada amanecer.
Con el tiempo, entendí mejor lo que ocurrió. Las medidas que se tomaron fueron duras, impopulares, incluso crueles en lo inmediato. Pero eran necesarias. El Perú estaba al borde del colapso total. La economía necesitaba ser saneada con urgencia: levantar los subsidios, sincerar los precios, renegociar la deuda externa, detener la emisión descontrolada de dinero. Se trató de una cirugía mayor sin anestesia.
Hoy, más de tres décadas después, hay mucho que criticar del fujimorismo. Pero también es justo reconocer la valentía de tomar decisiones tan drásticas y asumir el costo político. Esa frase final del ministro —“¡Que Dios nos ayude!”— no fue populismo ni cinismo. Fue un acto de honestidad brutal frente a una realidad insostenible.
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