Miguel Rodriguez Sosa
¿Rumbo soberanista en el Perú?
Boluarte plantea una ley para reforzar la soberanía nacional

El 27 de agosto, durante la ceremonia por el Día de la Defensa Nacional, la presidente Dina Boluarte precisó: «Somos conscientes de que han surgido nuevas amenazas contra nuestra soberanía, y es imperativo que el Estado se defienda, no solo en términos de integridad territorial, sino también en la plena aplicabilidad de nuestra Constitución y nuestras leyes. No vamos a permitir que organismos internacionales o intereses ajenos a la voluntad nacional interfieran en nuestras decisiones soberanas».
Partiendo de ese enfoque, anunció que su Gobierno prepara un proyecto de ley para la defensa de la soberanía nacional, en el contexto de los deberes del Estado establecidos en el artículo 44 de la Constitución Política. El artículo mencionado señala, efectivamente, entre los deberes primordiales del Estado, el de defender la soberanía nacional. Quedó claro que la mandataria impulsa «una norma que amplíe los alcances de este concepto jurídico a la realidad contemporánea de modo que el Perú afirme, sin ambigüedades ni concesiones, su derecho a decidir su propio destino», como informa el diario oficial El Peruano.
Lo de ampliar el concepto de soberanía nacional a la realidad de nuestros días y la firmeza de una voluntad nacional soberana son razones esgrimidas clara y directamente confrontando a las vocerías de entidades supranacionales que en el presente resaltan su rechazo, precisamente, al ejercicio soberano de nuestro Estado para expedir normas legales como la reciente ley que regula la amnistía para militares, policías y civiles de organizaciones de autodefensa que combatieron exitosamente al terrorismo subversivo hace un cuarto de siglo, y que aún están siendo perseguidos por fiscales y jueces en procesos reabiertos o inacabables. Una notoria injusticia.
El posicionamiento de la presidente Boluarte ha propiciado el surgimiento de dos interpretaciones. Una de ellas es que se trata de la estrategia política del gobierno para progresar en el proceso de abandonar la sujeción del Perú a la jurisdicción de la Corte Interamericana de Derechos Humanos que sin duda se ha convertido en recipiente de alegatos politizados contra los poderes Ejecutivo y Legislativo de nuestro país, al punto de cometer gruesos actos de injerencia en asuntos internos, tales como el tratar de impedir que el Legislativo apruebe leyes. Una pretensión inaceptable.
Esta interpretación, sin embargo, parte de un aserto inicial, el de la estrategia política, que es el adoptado y difundido por la variopinta congregación de opositores a la presidente Boluarte, quienes enlazan con esa proposición su condena de lo que llaman intención propia de burlar a la justicia penal una vez que termine su mandato presidencial y deje de ser una autoridad aforada. Y está claro que quienes así interpretan la cuestión pretenden que haya una persecución por «violaciones de los derechos humanos» contra Boluarte e integrantes de sus equipos de gobierno en ámbitos supranacionales que propicien repetir la que fue experiencia amañadamente exitosa contra militares y policías que combatieron al terrorismo subversivo en los decenios de 1980 y 1990. En ese sentido, el interés subyacente a la pretensión persecutoria es extender en el tiempo y tal vez por decenios el negociado de denuncias y acusaciones llevadas al ámbito supranacional, para así dotarlas de una imagen artificiosa de fuerza y legitimidad jurídicas, en vía de procesarlas en sede judicial nacional.
Otra interpretación, la que verdaderamente merece el interés que debe serle negado a la anterior por incluir una pretensión subordinante y canallesca, es que en el gobierno peruano ha surgido una línea de acción alineada con el más reciente y robusto pensamiento político en Occidente: el «soberanismo». Tal es el nombre con el que se conoce la posición política que, por un lado, reivindica la autonomía y la capacidad de dominio de los estados nacionales en contra de las poderosas influencias políticas, económicas, sociales y culturales de sujetos externos luciendo prerrogativas cuestionables, como es el caso de entidades supranacionales creadas en un tiempo pretérito por convenciones políticas ahora muy debilitadas debido a los cambios que se suceden en el escenario mundial; y que por otro lado es la reivindicación de soberanía ante poderes económicos, poderes fácticos de distinta índole y activismos estructurados que buscan sobredeterminar decisiones políticas de los estados nacionales.
En el momento actual, el soberanismo se contrapone a órganos de bloque político o de garantía convencional cuya composición no es elegida por ciudadanía alguna. Como es el caso de la Comunidad Europea, de agencias de la Organización de las Naciones Unidas, o de otras entidades supranacionales cuyas burocracias, exentas de cualquier control político y autoerigidas por encima de cualquier jurisdicción, hacen de su estatuto una patente de corso para atacar la soberanía nacional, más todavía si se presentan como poderes y fuentes de influencia empeñados en promover el «globalismo» desde un punto de vista «progresista» y «derechohumanista», pretendiendo conseguir la declinación de la soberanía de los estados nacionales. En este sentido, el soberanismo se presenta como un renacimiento contemporáneo del patriotismo nacionalista, que se está levantando de su letargo de decenios para enfrentar al globalismo y a su narrativa, historicista y falaz, de una historia del devenir humano hacia formas del colectivismo.
Si el anuncio de la presidente Boluarte deviene en actos de poder estatal propios del soberanismo, con un sentido que sea trascendente a los marcos coyunturales que exigen estrategias con alcance de mediano plazo, como esa de impulsar el abandono de la jurisdicción de la Corte IDH, ciertamente va a aportar al declive del globalismo y se va a alinear con el soberanismo que hoy está teniendo auge y en nuestro continente con energía desde el hegemón americano, los Estados Unidos gobernados por Donald Trump.
Pero más allá de las declaraciones, hay que señalar que el soberanismo se afirma con hechos. Sería bueno que así suceda. Porque es verdad dura cuya luz no la puede tapar el dedo del progresismo izquierdista, que abandonar la jurisdicción de la Corte IDH no va a acarrear alguna consecuencia o efecto lesivo a los derechos ciudadanos que son propios del orden institucional en el que los peruanos vivimos. Que no será el impoluto que bastantes deseamos, pero es el que todos hemos contribuido a edificar.
De ocurrir ese hecho, con seguridad ninguna de las posiciones del estado peruano en el concierto del sistema internacional va a sufrir menoscabo de valor ni exclusión; ninguno de los acuerdos comerciales y de los TLC del Perú va a ser afectado o de alguna manera suspendido por cláusulas de DDHH; nuestro país no se va a «convertir en un paria internacional», ni se va a deteriorar la imagen externa del Perú. Eso, incluso si brotase el lamento desde gobiernos del progresismo globalista europeo, que no tienen energía para contender con las fuerzas soberanistas en el exterior, y ni siquiera en sus propios países. No concitará la reprobación, sí la indiferencia, de bloques económicos gravitantes en los que Perú participa, como el Foro APEC, ni ocasionará un pestañeo en China, en Rusia o en las potencias emergentes del sudeste asiático con las que nuestro país fortalece relaciones. Tal vez haya, y será irrelevante, discordia y hasta irritación en los gobiernos de países de la región con los cuales ya tenemos una relación crispada, como Colombia y México (Bolivia, por muy poco tiempo más), en menor medida en Brasil y en Chile, todos gobernados por izquierdistas. Con seguridad una decisión soberanista peruana frente a la Corte IDH recibirá el respaldo de los gobiernos de Argentina, Ecuador y de otros países del ámbito continental. La decisión posible –y tal vez previsible– de abandonar la Corte IDH en ningún sentido va a generar un «aislamiento internacional» del Perú.
Y quedará muy claro que una decisión estatal como esa de ninguna manera va a afectar a los peruanos el ejercicio del derecho de acceso a la administración de justicia en vía del sistema nacional, aunque sí va a liquidar el negociado de los derechos humanos, pingüe por más de 30 años para los bolsillos de las oenegés que viven de los dineros que obtienen de los estados por decisión de esa Corte IDH.
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