Giuliana Caccia

Frivolidad en el poder: la señal temprana de la corrupción en el Perú

Quienes llegan al poder sin un sistema de valores sólido terminar gobernando para sus intereses personales

Frivolidad en el poder: la señal temprana de la corrupción en el Perú
Giuliana Caccia
09 de mayo del 2025


En el Perú, los grandes escándalos de corrupción que han sacudido los últimos gobiernos no se han iniciado, curiosamente, con denuncias técnicas ni con investigaciones fiscales sofisticadas. Han comenzado con lo que muchos desestiman: gestos aparentemente frívolos. Un reloj caro, una cirugía plástica, una tarjeta de crédito prestada o un trago de etiqueta. Sin embargo, estas señales, lejos de ser irrelevantes, han sido los primeros síntomas visibles de una enfermedad más profunda: la falta de principios sólidos en quienes asumen las más altas responsabilidades del país. Quien gobierna desde la vanidad y desde el desorden personal, tarde o temprano expone su verdadera fragilidad ética.

La frivolidad como prólogo del escándalo

El caso de Alejandro Toledo es emblemático. El expresidente, que llegó al poder con la promesa de ser el abanderado de la lucha anticorrupción tras la caída del régimen de Fujimori, comenzó a ser cuestionado por su estilo de vida lujoso, por su afición por el whisky caro y sus desapariciones en el Melody. Años después, fue extraditado y está siendo procesado por recibir millonarios sobornos de Odebrecht.

Ollanta Humala y, sobre todo, Nadine Heredia representan otro caso sintomático. La entonces primera dama, que se presentaba como una lideresa socialista, cercana al pueblo y defensora de los más pobres, fue vista cada vez más envuelta en escándalos de gasto suntuario. Su cambio de vestimenta, portada en “Cosas”, el uso de prendas de diseñador, relojes de lujo y el uso de tarjetas de crédito de “amigas” para realizar compras personales fueron señales de un doble discurso. Posteriormente, tanto ella como su esposo serían investigados por lavado de activos y financiamiento ilegal de campañas políticas. Hoy ya sabemos cómo se viene desarrollando la historia entre prisiones y asilos. 

Pedro Pablo Kuczynski, tecnócrata y financiero, asumió la presidencia en 2016. Su primer acto simbólico como presidente no fue una visita a una comunidad o una reunión de emergencia por alguna crisis social. Fue una sesión de ejercicios con su gabinete en el patio de Palacio de Gobierno. PPK renunció antes de cumplir dos años en el cargo, arrastrado por los vínculos con Odebrecht y una moción de vacancia.

Martín Vizcarra, quien se presentó como el adalid de la lucha contra la corrupción, empezó a caer finalmente por el caso Richard Cisneros, más conocido como "Richard Swing". Entraron actrices en el escenario como Karem Roca y Mirian Morales, para finalmente ser vacado por "permanente incapacidad moral" y luego inhabilitado por vacunarse en secreto antes que el resto de los peruanos en plena pandemia. Fue otro gesto de frivolidad y egoísmo que terminó costándole su carrera política. 

Pedro Castillo, por su parte, es un caso que parece contrario al estereotipo. No usaba ternos caros ni relojes suizos. Pero su gobierno también estuvo plagado de señales de desorden moral desde el inicio: el ocultamiento sistemático de visitas paralelas en el pasaje Sarratea, la entrega de contratos a familiares y allegados, cuentas altas en compra de carne y un entorno plagado de improvisación, populismo y favores personales. No había frivolidad en su atuendo, pero sí en su forma de ejercer el poder: con ligereza, con desprecio por las formas y sin ningún respeto por la legalidad. Actualmente está en prisión por pretender hacer un golpe de Estado.

Hoy, la presidente Dina Boluarte enfrenta una de las mayores crisis políticas de su mandato por haberse sometido a varias cirugías estéticas sin reportarlo oficialmente. Más allá del procedimiento médico, el problema radica en el ocultamiento y la falta de transparencia. A esto se suma el escándalo por los Rolex. La frivolidad estética se convierte en un acto político cuando revela una forma de ejercer el poder desconectada del deber público.

Incluso su primer ministro, Alberto Otárola, cayó no por una investigación de fondo, sino por el testimonio y revelaciones de una mujer vinculada a él. Una vez más, la vida personal, el desorden afectivo y la frivolidad exponen las fisuras de carácter.

¿La frivolidad es un síntoma? 

Estos episodios no son simples anécdotas. Revelan un patrón preocupante que nos permitiría plantear una hipótesis: quienes llegan al poder sin un sistema de valores sólido, podrían terminar gobernando dando prioridad a sus intereses personales, llevados por el impulso emocional o por la simple —pero no menos peligrosa— vanidad. Es importante destacar que detrás de los hechos descritos, en los que se pueden detectar diversas formas de corrupción, se esconde una forma frívola y superficial de entender la función pública. Las manifestaciones de frivolidad son expresión de una desnaturalización de lo que un gobernante —en cualquier nivel de gobierno— debería haber incorporado en su escala de valores en relación con el ejercicio del poder.

Este es un problema mayor que requiere, quizá, renovar uno de los pilares de la función pública: entenderla y ejercerla en términos de servicio. No en vano se llama aún “servicio público”. ¿Qué características debe tener el ejercicio del poder en esos ámbitos para, efectivamente, ser un servicio? Lo evidente es que en la escala de valores lo prioritario es la búsqueda del bien común. Pero no como una entelequia abstracta. Dicha prioridad debe efectivamente ser un elemento de discernimiento en las acciones —personales y laborales— del gobernante. Si se hiciera ese ejercicio, se revelarían con claridad la incompatibilidad de ciertas acciones con lo que un gobernante debe ser y hacer.

¿Quiénes pierden?

En el problema que hemos tratado de esbozar, todos perdemos. Los gobernantes, porque entran en una espiral de malos manejos que irremediablemente los llevará al descrédito ante la opinión pública y a un gobierno ineficiente. Sin contar con las consecuencias personales que los pueden llevar incluso a la cárcel. Por otro lado, las decisiones tomadas en función de conveniencias personales y no del interés nacional, serán ineficientes y afectarán a los ciudadanos, especialmente a los más vulnerables. Mientras los gobernantes piensan en su imagen, sus gastos o en alianzas de conveniencia, las familias siguen esperando hospitales, seguridad, escuelas decentes, empleo digno y justicia. 

La cadena que puede empezar con una frivolidad de los que mandan se convertirá rápidamente en frustración, pobreza y desilusión para los que obedecen.

Estas elecciones son una oportunidad

Esta evidencia nos obliga a poner sobre la mesa la necesidad de revisar los procesos previos a una elección democrática, especialmente los criterios con los que evaluamos candidatos. Nos hemos enfocado por décadas en su experiencia, sus promesas de campaña, sus alianzas políticas. Y lo que es peor: la polarización ha hecho que votemos en contra de alguien y no a favor de lo mejor para el país. Pero se hace evidente que cuando decidamos por quiénes votar —Presidente, congresistas, senadores, alcaldes, gobernadores regionales— debería tener un lugar prioritario el carácter moral del candidato. 

La historia reciente demuestra que las grandes caídas no empiezan con una coima sino con una frivolidad que es el síntoma visible de una incomprensión de lo que es el ejercicio del poder, de un corazón desordenado, incapaz de renunciar a sí mismo por el bien de los demás. Un gobernante que antepone su vanidad, su necesidad de aprobación o su afán de placer al bien común difícilmente podrá ejercer el poder para bien de todos, incluído él mismo.

Giuliana Caccia
09 de mayo del 2025

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