José Valdizán Ayala

La república de las firmas falsas

Se cuestiona la validez de todo un proceso electoral

La república de las firmas falsas
José Valdizán Ayala
15 de mayo del 2025

 

En el Perú el arte centenario de falsificar firmas no es, en rigor, un delito: es una tradición de Estado. Un método de acceso al poder, una estrategia para apropiarse de riquezas públicas, e incluso una manera de hacer historia. Desde la gran estafa del pago de la deuda pública, cuando miles de expedientes inventados reclamaban pagos por servicios jamás prestados, hasta los planillones fraudulentos de hoy, la falsificación ha sido el punto de encuentro entre la codicia de los poderosos, la complicidad de los políticos y la resignación —cuando no la indiferencia— de los ciudadanos.

En los años de la época del guano en el siglo XIX, cuando el Perú soñaba con su modernización, Castilla decretó lo que parecía un gesto de justicia: reconocer y pagar a los peruanos la deuda acumulada durante las guerras de independencia y las convulsiones políticas de inicios de la república. Pero el resultado fue una operación fraudulenta de proporciones colosales —en un año la deuda consolidada pasó de 4 a 23 millones de pesos—. Se reconocieron expedientes sin sustento, firmados por muertos, enfermos y analfabetos. El dinero del Estado sirvió para enriquecer a un centenar de especuladores con amigos en palacio. La “consolidación” fue, en realidad, una descomposición moral.

El escándalo no fue silencioso. La prensa denunció, el pueblo murmuró, y finalmente la indignación tomó forma política. Fue el propio Ramón Castilla —el autor original de la ley— quien, indignado por su uso corrupto, encabezó en 1854 una sublevación popular que puso fin al gobierno de Echenique. Fue una insurrección donde el ejército no se alzó por el poder, sino por la dignidad nacional. Y la historia lo ha recordado con justicia.

Avancemos un siglo y medio. Hoy no se falsifican expedientes de deuda, sino firmas de afiliación. Y no para cobrarle al Estado, sino para asaltar la democracia. De los 43 partidos inscritos para las elecciones del 2026, 31 están bajo sospecha por presentar miles de rúbricas falsas. Según el Reniec, más de 300,000 firmas han sido observadas por inconsistencias. El caso más escandaloso, aunque no el único, es el de Primero la Gente, cuya inscripción incluyó más de cinco mil firmas provenientes de un solo puño. Pero lo mismo ocurrió, en su momento, con Fuerza Popular, que presentó más de 2,000 firmas clonadas, Somos Perú, Avanza País, PPC, Sí Creo, Renovación Popular, Victoria Nacional, e incluso el Partido Morado, todos con irregularidades que, de comprobarse, deberían haber bastado para su exclusión inmediata del proceso electoral.

Hoy, esa práctica se ha modernizado. Ya no se necesita una notaría de fachada ni grandes sumas de dinero. El fraude se terceriza, se cobra por WhatsApp, se fabrican rúbricas a destajo. Se ha masificado. Y peor aún, las instituciones que deberían evitarlo —ONPE, JNE, Reniec— operan como compartimentos estancos. No comparten bases de datos. No colaboran. No previenen. En nombre de su autonomía, dejan de ejercer su responsabilidad. La ONPE, en lugar de investigar a fondo, se contenta con revisar una muestra estadística. Si esa muestra pasa, todo pasa. Se institucionaliza la falsedad.

El Congreso ha aprobado recientemente una ley para incorporar el registro biométrico. Llega tarde. Para 2026, todos los partidos ya estarán inscritos. Y ninguno será sancionado. La Ley de Organizaciones Políticas, por su parte, es una coladera: no contempla la cancelación de inscripción por fraude. Las denuncias ante la Fiscalía son engorrosas, lentas, burocráticas. Y las pocas que prosperan, mueren en el olvido.

Como en el siglo XIX, los que manipularon los registros lo hicieron por codicia. Ahora el botín no es la riqueza proveniente del guano, sino el poder político. Y los que firman sin saberlo, los que son afiliados sin consentimiento, los que descubren por casualidad que pertenecen a un partido, son víctimas de la misma estafa moral: ser usados sin ser representados.

La historia se repite. Antes, como ahora, la corrupción era la mecha. Pero lo que encendió el fuego fue el descontento popular. Y ahí yace el peligro. Porque cuando la democracia es percibida como un engaño, el pueblo busca una salida por fuera del sistema. Como lo hizo Castilla con el apoyo de la ciudadanía.

Hoy, la diferencia es que el descontento puede ser capturado no por un militar patriota, sino por un independiente oportunista. Un caudillo sin ideas claras, pero con discursos radicales; sin programa, pero con furia. Porque cuando las instituciones pierden credibilidad, las masas no buscan justicia, sino venganza. Y entonces ya no se elige para construir, sino para castigar. Se vota con rabia, no con esperanza.

Como en 1854, la historia podría volver a pedir cuentas. Pero esta vez, con el grito de un pueblo que ya no distingue entre la representación legítima y el simulacro. En esta encrucijada, lo que se pierde no es solo una elección, sino la esencia de la democracia que no puede construirse sobre mentiras. Los partidos no pueden sustentarse en nombres falsos ni en firmas inventadas. Si lo hacen, la democracia se convierte en una farsa.

El Perú está de nuevo ante un umbral. O reforma sus instituciones y castiga ahora el fraude desde la raíz, o se resigna a un nuevo ciclo de falsedades, seguido —como suele ocurrir— por una elección cargada de cólera o un estallido social.

Lo que aquí se discute no es solo la validez de un proceso electoral, sino el riesgo de que la ciudadanía se desligue por completo de un sistema que ya no considera suyo, y convertir la falsificación de firmas en un símbolo moral y político del desmoronamiento de la democracia. Recordemos que los pueblos no se rebelan por tecnicismos ni estadísticas: se rebelan por la intuición de haber sido burlados. Y cuando eso ocurre —muchas veces— ni la ley ni las declaraciones bastan. La ley, sin justicia, es papel. Las declaraciones, sin acción, son solo gestos.

José Valdizán Ayala
15 de mayo del 2025

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