Que el Ejecutivo y el Congreso actuales desarrollen reformas fundament...
En las montañas de Cajamarca, bajo un suelo que guarda una de las mayores reservas de cobre del país, existe una oportunidad capaz de cambiar no solo la economía regional, sino la del Perú entero. Hablamos del “cinturón de cobre del norte” y, dentro de él, del potencial de un clúster minero que, si se desarrolla, podría replicar —o incluso superar— el éxito de Antofagasta en Chile. El proyecto Michiquillay, junto con otros yacimientos cercanos, es el corazón de esta visión.
La cartera de inversiones mineras en Cajamarca supera los US$ 16,200 millones. Incluye proyectos como El Galeno, Conga, La Granja, Michiquillay y Cañariaco Norte. Sin embargo, la mayoría está paralizada desde hace más de una década, cuando se bloqueó el proyecto Conga. El costo de esta inacción es enorme: 1.5 millones de toneladas métricas de cobre que el Perú deja de producir cada año. Si se pusieran en marcha estas operaciones, la producción nacional pasaría de los actuales 2.5 millones de toneladas a niveles cercanos a los de Chile, líder mundial en el metal rojo. El impacto macroeconómico sería inmediato: un crecimiento del PBI por encima del 5% y una reducción de la pobreza a menos del 15% de la población.
En una región como Cajamarca —una de las más pobres del país— este salto no sería solo una estadística económica. Sería una verdadera transformación social.
Qué es un clúster minero y por qué Cajamarca lo necesita
Un clúster, según el especialista Michael Porter, es la concentración geográfica de empresas de un mismo sector que, gracias a la colaboración entre Estado, empresas privadas, universidades e instituciones financieras, logran mayor productividad, menores costos y más innovación.
En minería, un clúster significa coordinar operaciones, compartir infraestructura, optimizar la logística y aprovechar al máximo los recursos humanos y tecnológicos de la zona. El resultado es un ecosistema competitivo, en el que todos los actores —desde grandes mineras hasta pequeñas empresas proveedoras— se benefician.
En el caso de Cajamarca, el potencial es inmenso. Un plan integral permitiría una única huella ambiental, con plantas de tratamiento de minerales y de agua compartidas, sistemas de energía y disposición de desechos comunes, y un sistema de transporte eficiente —idealmente ferroviario— que no solo reduciría el impacto ambiental, sino que dinamizaría toda la economía del norte peruano.
Entre los proyectos de la zona, Michiquillay se perfila como pieza clave. Con una inversión estimada de US$ 2,000 millones, su desarrollo puede marcar el inicio del clúster. Su ubicación estratégica le permite integrarse con los otros yacimientos del cinturón de cobre, facilitando la implementación de la logística y la infraestructura común. Además, la presencia de un proyecto de esta envergadura atrae proveedores especializados, abre oportunidades para la contratación de mano de obra local y estimula la inversión en educación técnica y universitaria orientada a la minería y sus industrias auxiliares.
En Chile, la región de Antofagasta es un ejemplo vivo del poder de un clúster minero bien gestionado. Sobre la base de minas como Chuquicamata y La Escondida, la zona se convirtió en la más próspera del país, con un PBI per cápita comparable al de Australia. El modelo no solo generó riqueza, sino que diversificó la economía local, fortaleció la infraestructura y elevó los indicadores sociales. Cajamarca, con su geología privilegiada y una cartera de proyectos de clase mundial, podría seguir ese mismo camino, adaptándolo a la realidad peruana.
Beneficios que van más allá de la minería
El impacto de un clúster minero no se limita a la extracción de minerales. La demanda de servicios auxiliares —transporte, mantenimiento, ingeniería, logística, catering, salud ocupacional— crea un tejido empresarial sólido y diversificado. La instalación de empresas proveedoras en la región fomentaría el empleo local y el desarrollo de capacidades técnicas. Además, la coordinación entre actores permitiría negociar mejores condiciones para las comunidades: inversión en agua, saneamiento, electrificación, educación y salud.
Incluso sectores ajenos a la minería, como el turismo o la agroindustria, podrían verse beneficiados por la mejora de infraestructura y el aumento del poder adquisitivo de la población.
Pero poner en marcha el clúster minero de Cajamarca no es solo una cuestión técnica o empresarial. Requiere voluntad política, marcos regulatorios claros, acuerdos con las comunidades y una visión compartida de desarrollo sostenible. La experiencia de Antofagasta y de otros clústeres mineros en el mundo muestra que la cooperación entre el sector público y privado, sumada a la participación activa de las universidades y centros de investigación, es la clave para el éxito.
El informe del Centro de Investigación de Minería, Ambiente y Desarrollo (CIMADE) ya trazó una hoja de ruta: coordinación de proyectos, infraestructura común, mitigación ambiental conjunta y un sistema logístico integrado. Los números son claros: US$ 2,200 millones en utilidades en dos décadas, sin contar el impulso al empleo, la innovación y la calidad de vida.
Hoy, la gran pregunta es si el Perú aprovechará esta oportunidad o seguirá dejando enterrada la riqueza que podría cambiar el destino del norte. Cajamarca tiene todo para convertirse en un referente mundial del cobre, y Michiquillay puede ser la chispa que encienda ese motor. El clúster minero del norte no es una utopía: es una realidad posible, y cada año que pasa sin ponerlo en marcha es un año perdido para el país.
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