Carlos Hakansson
Reformas temerarias
Un tránsito hacia el parlamentarismo pondría en riesgo la gobernabilidad
Las propuestas de reformas constitucionales que plantean la adopción de un parlamentarismo en el Perú pasan por alto que nuestro régimen presidencial se configura, desde mediados del siglo XIX, con la Constitución de 1860. No es un periodo menor, porque durante más de siglo y medio se han consolidado visiones, prácticas y costumbres en torno a la figura presidencial, las cuales se han transformado en las últimas décadas. Por ejemplo, el estilo formal, la reserva de opiniones para no comprometer a sus ministros, su presencia en actos gubernamentales, los mensajes a la nación en coyunturas críticas han ido cediendo espacio a formas más informales y cercanas de interacción directa con la ciudadanía en todo el territorio.
El presidencialismo —forma de gobierno que elige al jefe de Estado y de gobierno mediante voto popular universal, otorgándole amplias atribuciones y control político sobre su gabinete— constituye un modelo tan arraigado que resulta difícil imaginar que la división de funciones propia del parlamentarismo, entre un jefe de Estado y un primer ministro, pueda sostenerse sin tensiones, invasiones de competencias o menoscabos en su ejercicio. Un jefe de Estado reducido a actos protocolares, reconocido como institución neutral y con un debido perfil bajo, difícilmente podría abstenerse de opinar sobre la política general del primer ministro o sobre las decisiones de su gabinete. Nuestro régimen presidencial no se reduce a una estructura jurídica, también subyace un estilo político, cultural y social arraigado. En el Perú, la ciudadanía reconoce que la presidencia de la República sea la figura central del poder político.
Las propuestas de transición hacia un parlamentarismo deben considerar además los elementos culturales que se han forjado alrededor de nuestro régimen presidencial. Las costumbres, estilos y tradiciones que no pueden sustituirse de modo inmediato. En modelos como el alemán, británico o español, los jefes de Estado mantienen un papel institucional neutral respecto a la política gubernamental y su primer ministro investido por la mayoría parlamentaria.
En el derecho comparado, la Constitución francesa de 1958 instauró el denominado semipresidencialismo. Una forma de gobierno donde el jefe de Estado conserva poderes sustantivos como nombrar al primer ministro, ejercer una reserva reglamentaria, convocar referéndums, decretar los estados de emergencia hasta poder disolver la Asamblea Nacional. Sin embargo, las raíces parlamentarias de Francia se manifiestan cada vez que el partido de gobierno pierde mayoría en la cámara baja, generando la llamada “cohabitación”.
En el marco de la V República, Francia atravesó tres periodos de cohabitación en coyunturas donde el presidente y el primer ministro pertenecían a partidos rivales. Es el caso de François Mitterrand, socialista, que gobernó junto a Jacques Chirac, gaullista, entre 1986 y 1988. Mitterrand también compartió el poder con Édouard Balladur, conservador, entre 1993 y 1995; y Jacques Chirac, de derecha, que cohabitó con Lionel Jospin, socialista, entre 1997 y 2002. En tiempos de cohabitación política, se trata de una forma de gobierno con ejecutivo dualista, pues, el presidente francés conserva la conducción de la política exterior y defensa, mientras que el primer ministro asume la gestión del gobierno.
En la actualidad, la fragmentación política en la Asamblea Nacional impide al Presidente francés, Emmanuel Macron, la formación de una mayoría que obligue a una cohabitación; por eso su estrategia consiste en sostener gobiernos minoritarios en lugar de ceder el poder ejecutivo a la oposición. Como sabemos, Macron perdió mediante a una moción de censura a su cuarto primer ministro. Un escenario de fragilidad política que abre la posibilidad de elecciones anticipadas a futuro.
Finalmente, un tránsito hacia el parlamentarismo en el Perú, sin atender a su lógica interna y a las exigencias de relación entre jefe de Estado y primer ministro, podría poner en riesgo la gobernabilidad del Ejecutivo. Por eso, una reforma constitucional de esta naturaleza no puede quedar reducida a un ejercicio de ingeniería institucional, sin considerar las tradiciones arraigadas, cultura popular y performance presidenciales forjadas desde hace ciento sesenta y cinco años.
















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