Mariana de los Ríos

Frankenstein: El alma del monstruo

La esperada película de Guillermo del Toro se acaba de estrenar en Netflix

Frankenstein: El alma del monstruo
Mariana de los Ríos
13 de noviembre del 2025

 

Guillermo del Toro (Guadalajara, 1964), sin lugar a dudas uno de los grandes directores de nuestro tiempo, ha construido a lo largo de su carrera una filmografía donde lo sobrenatural se confunde con lo profundamente humano. En Frankenstein (2025), el director mexicano retoma uno de los mitos fundacionales del terror moderno y lo transforma en una meditación sobre la creación, la culpa y el deseo de trascender los límites de la naturaleza. Su película es una síntesis de su universo estético: exuberante, melancólico y profundamente humano.

Ambientada en el corazón de la era victoriana, Frankenstein se abre con una secuencia glacial que sitúa al espectador en el fin del relato: la persecución entre creador y criatura en los hielos del Ártico. Desde allí, Del Toro reordena los acontecimientos con la minuciosidad de un artesano, alternando el drama íntimo de Victor Frankenstein con la tragedia creciente de su criatura. El resultado es un relato circular, en el que la vida y la muerte parecen confundirse bajo la misma chispa eléctrica.

Oscar Isaac (Guatemala, 1979) interpreta a Victor Frankenstein como un anatomista brillante, dominado por una mezcla de orgullo y fervor prometeico. Su obsesión con burlar la muerte lo conduce a ensamblar, con restos humanos, un nuevo ser al que insufla vida mediante la electricidad. Frente a él, Jacob Elordi (Australia, 1997) encarna a la criatura, un cuerpo marcado por cicatrices pero dotado de una sensibilidad inesperada. Su voz, modulada con un eco de ternura y dolor, confiere al monstruo una humanidad que desborda su apariencia.

La puesta en escena es inequívocamente propia de Del Toro: decorados saturados de símbolos, juegos de luces que tiñen los espacios de rojo, oro y negro, y una cámara que parece moverse con la solemnidad de una procesión gótica. Cada plano revela un cuidado obsesivo por el detalle: los instrumentos de laboratorio relucen como reliquias sagradas, los vestidos de época son tejidos con metáforas visuales, y el contraste entre lo orgánico y lo mecánico late en cada encuadre. La estética es tan rica que el espectador queda suspendido entre el horror y la fascinación.

En la construcción de los personajes secundarios, Del Toro mantiene su inclinación por los arquetipos ambiguos. Christoph Waltz ofrece una interpretación contenida pero magnética como el benefactor Harlander, cuya generosidad encubre un pacto moralmente turbio. Mia Goth, en el papel de Elizabeth (también interpreta a la madre de Víctor), introduce un matiz de ironía y deseo reprimido, con una escena de confesión que aporta un respiro de ligereza dentro del tono sombrío del conjunto. Todo en la narración parece avanzar hacia la inevitable pregunta: ¿quién es, en verdad, el monstruo?

Hasta este punto, Frankenstein deslumbra por su ambición visual y su fidelidad emocional a la novela de Mary Shelley. Sin embargo, en su segunda mitad el filme muestra las tensiones de su propio diseño. La perfección formal que caracteriza la obra de Del Toro se convierte aquí en un obstáculo para el pulso dramático. Cada imagen parece tan calculada que la emoción se vuelve prisionera del artificio. El horror, en lugar de irrumpir con violencia, se insinúa con una elegancia que le resta impacto.

Del Toro, fiel a su visión, se niega a incurrir en el mal gusto o en la brutalidad gratuita. Pero en esa contención se pierde parte de la energía visceral que debería animar el relato. Su criatura, aunque poética, carece del espanto que la tradición literaria y cinematográfica le otorgaba. El director elige convertirla en un ser casi angélico, resistente a las balas, más víctima metafísica que abominación física. Esta decisión, aunque coherente con su humanismo habitual, debilita la potencia trágica del mito.

También el personaje de Victor, por momentos, roza el arquetipo del “científico loco” sin alcanzar la profundidad moral que su conflicto promete. Del Toro lo presenta como un hombre atormentado por la sombra del padre y el deseo de jugar a ser Dios, pero el guion no explora con suficiente riesgo esa dimensión de soberbia ni su caída final. La película parece más interesada en la redención del monstruo que en la condena del creador, y ese desequilibrio resta densidad al desenlace.

Aun así, Frankenstein es una obra de innegable belleza. Su diseño de producción, a cargo de Tamara Deverell y Kate Hawley, alcanza niveles de virtuosismo pocas veces vistos en el cine contemporáneo. Las texturas de los cuerpos, los pliegues de los trajes y las arquitecturas laberínticas construyen un mundo que es tanto tangible como onírico. La música de Alexandre Desplat acompaña ese universo con una melancolía que recuerda a los clásicos del terror romántico.

Frankenstein confirma a Guillermo del Toro como un creador capaz de dotar de alma a sus monstruos y de fragilidad a sus dioses. Su versión del mito no busca aterrar, sino conmover; no pretende resucitar un cadáver literario, sino devolverle su humanidad. Y aunque su perfección estética a veces asfixie el temblor vital del relato, el filme se impone como un acto de amor hacia la imaginación de Mary Shelley y una reflexión moderna sobre el precio de soñar con la eternidad.

Mariana de los Ríos
13 de noviembre del 2025

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