Berit Knudsen
ONU: entre burocracia y progresismo
Trump denuncia a la ONU como rehén de burocracia y autoritarismos

El discurso de Donald Trump en la Asamblea General de Naciones Unidas, con su particular estilo retórico, puso en evidencia las innegables fisuras de este organismo. Disparó contra la ONU acusándola de ineficaz, corrupta y cómplice de agendas desviadas de su razón de ser: evitar conflictos y preservar la paz. La incómoda verdad es que la organización se ha deformado con el tiempo.
La ONU nació en 1945, con 51 países miembros, con el compromiso de no repetir el horror de la guerra. Se concentró en la seguridad colectiva en sus primeros años, con un Consejo de Seguridad dominado por las potencias vencedoras de la Segunda Guerra Mundial. La burocracia era mínima, el presupuesto modesto, con grandes aspiraciones. Pero la Guerra Fría, sus bloques y guerras proxy, transformaron a la organización en un foro retórico, poco resolutivo.
Con la ola de descolonización entre los sesenta y ochenta, la ONU creció en forma desmesurada. Los nuevos Estados provocaron una agenda de desarrollo y redistribución global, ampliando las funciones de la organización y multiplicando sus agencias, una expansión que motivó tensiones. Ronald Reagan en Washington y Margaret Thatcher en Londres se rebelaron contra lo que llamaron una maquinaria ineficiente, politizada y abiertamente hostil a Occidente. Sus gobiernos retiraron sus aportes y abandonaron la UNESCO, denunciando corrupción y sesgo ideológico.
Tras la caída del Muro de Berlín, el mundo pareció abrirse a una ONU revitalizada. Los noventa fueron la era de las operaciones de paz en Camboya, Bosnia, Ruanda o Kosovo. Pero el presupuesto se disparó: de cientos de millones pasó a miles de millones de dólares anuales. El crecimiento trajo consigo burocracia dispersa, programas superpuestos y resultados deficientes ante las crisis enfrentadas.
En 2015 se adoptó la Agenda 2030, convirtiendo a la ONU en arquitecto de temas globales sobre clima, género y migración. En la práctica, se relegan los derechos humanos de primera generación –libertades individuales, garantías políticas, protección de la vida y la familia– reemplazados por un catálogo de segunda generación vinculados al desarrollo y la igualdad. Pero con una ONU concentrada en estas causas, emergían conflictos como la anexión de Crimea en 2014, la guerra en Siria, las tensiones en Gaza y Ucrania. Sin acciones, se aparta del objeto para el cual fue creada: prevenir y detener conflictos.
Trump apuntó contra ese desequilibrio. Denunció que cada nueva agenda llega acompañada de exigencias financieras, transformando a la ONU en un aparato que demanda recursos, incumpliendo promesas. Lo más preocupante es que hoy, el 58 % de los países miembros son autoritarismos plenos o híbridos que no respetan los derechos humanos, pero sus votos valen tanto como los de las democracias en la Asamblea General. Una aritmética que traiciona los principios fundacionales.
La dependencia financiera es el mayor agravante. La ONU vive de contribuciones voluntarias, concentradas en donantes privados y grandes fundaciones. Esos fondos llegan “etiquetados” para programas específicos, direccionados por quien paga la cuenta, no por consenso global. El resultado es una organización que habla en nombre de todos, pero responde a una élite. Proclama la universalidad, con una agenda subordinada a intereses particulares.
La crítica de Trump, con su estilo combativo, tocó puntos sensibles. La ONU se ha convertido en una institución atrapada entre la presión de Estados autoritarios que bloquean el Consejo de Seguridad, agendas diseñadas por donantes que limitan su independencia y una burocracia progresiva. Concebida como garante de la paz, la ONU se ha transformado en arena de intereses cruzados, guerras multiplicadas y promesas trastocadas.
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